sábado, 8 de noviembre de 2008

Negro y tenebroso, muy tierno.

Taciturno y lánguido. Oscuro y con trémolos en los rincones. Erosión y polvo. Sombras desde los espejos. Noche y penumbra: terror en los somieres. Por el triste suelo corren pequeños ríos de sangre; roja y caliente, tan viva como la muerte.
Máscaras que cubren el rostro de la melancolía visten al amor de olvido. Y de la ausencia de belleza nacen los celos y el odio. Un fantasma tiñe el teatro de recuerdos y de deseos. Los esculpe con fuego y les da forma de mujer -pelo rizado y mareado como la altamar-. Sus cabellos no tienen nubes. Sus facciones son tranquilas e intensas. Los pómulos como la manzana caliente.
Pasa el punto más crucial y la historia se viste de musical y la cadencia galante y disonante produce la tensión artística.
El teatro cobija historias y músicas. Una gran cortina roja esconde escenas falsas y muy seductoras. El público, espectante, observa cómo el amado secuestra a su rehén. Las luces de la lámpara iluminan el suelo y lo llenan de esperanzas. La velocidad se apacigua en su caída y se dispersa en su movimiento atípico. Desaparecen, él y su amada, por los laberintos de la soledad de los años. Se esparecen en el zarandeo invisible de las olas negras, las más fantasmagóricas e insurgentes.
Él ya no tiene la máscara y la cicatriz se refleja en ella como un soplo ardiente de hielo. La fealdad del rostro convierte a la música en un sombrío amanacer de acordes intensos, llenos de novenas y disonancias: acordes extensos y que abarcan una sensación sonora muy impactante.
Y entre la tristeza y la bruma se pierden los enamorados...

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